Leticia Urbina Orduña / Trabajadores de la Edición
Durante muchos años una queja reiterada de la comunidad cultural en México fue la ausencia de políticas públicas en esa área. Fragmentado el sector entre el Instituto Nacional de Bellas Artes, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y los institutos estatales, se dejaba a las entidades federativas la libertad para legislar como quisiesen al respecto e, incluso, para no hacerlo.
Más aun, la Organización de la Naciones Unidas llamó la atención sobre el asunto. El Diagnóstico sobre Derechos Humanos en México 2004, elaborado por un equipo dirigido por Audrey Gheldof, señalaba en su Capítulo VI, dedicado a los Derechos Culturales, la inexistencia de una legislación ni de algún organismo rector que conciliara a las instituciones encargadas de ello y diera alguna certeza a los artistas.
Rafael Segovia de Alba, miembro del equipo comandado por Gheldof, alertó entonces que la relación entre nuestras raíces culturales y la vida cotidiana del mexicano, había caído del 70 al 10% en los últimos cincuenta años, y explicaba además que, a falta de políticas públicas, cada estado y municipio manejaba la cultura como podía, quería y, sobre todo, como servía a sus intereses.
Teóricamente la creación, en 2017, de una Secretaría de Cultura y del decreto de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales debería resolver el problema. Sin embargo, el acceso de los mexicanos al pleno ejercicio de sus derechos culturales es mucho más complicado y no puede realizarse por decreto.
Entre los aspectos que obstaculizan el cumplimiento de dicha ley, y sin afán de realizar una lista exhaustiva o por lo menos completa, podemos citar los siguientes.
El modelo neoliberal
El neoliberalismo ha reordenado las relaciones en materia cultural, a decir de la investigadora francesa Françoise Perus. Entre los años 60 y 80 del s. XX hubo un desplazamiento de capitales hacia las industrias culturales y, contra la creencia popular, el Estado no se replegó, pues fue él quien fomentó o comercializó directamente la cultura al vender el patrimonio mediante espectáculos como los que se efectuaron en Teotihuacán y El Tajín, o con la realización de eventos como el Año del Quijote o el Año de Mozart.
Los empresarios, políticos y artistas han cabalgado juntos en el fomento de un consumismo que transfiere lo prestigioso de la cultura junto con el souvenir cultural y los conciertos y espectáculos en sitios arqueológicos que no importa dañar para tener pirámides iluminadas con foquitos.
Perus explica que la cultura debería ser un bien público, pero en Latinoamérica jamás lo ha sido, pues se la adueñaron las élites para marcar la diferencia respecto al pueblo, al tiempo que o invisibilizaron las artes populares, o se las apropiaron para su venta. Así, las manifestaciones estéticas de los pueblos –marginados del mercado– transcurren en la oralidad y no son vistas como cultura ni como arte.
El elitismo
De la mano del uso neoliberal, y subyacente en el consumismo de la cultura que este modelo económico promueve, está la idea de que el arte es un distintivo de clase social y sólo la cultura aprobada por las élites tiene valor como tal. Tal idea es anterior al neoliberalismo, cuya capacidad creativa es proporcionalmente opuesta a su habilidad para apropiarse de conceptos que sostengan su existencia.
En una entrevista a Diego Rivera, hecha por su hija Ruth en 1955 y rescatada en 2006, el muralista decía: “El carácter de adorno, el carácter de postre al banquete de la civilización que se le ha querido dar al arte proviene del interés que tienen las clases, individuos o grupos explotadores de las mayorías trabajadoras, de hacer aparecer al arte como algo que no les es tangible, como algo que depende únicamente del rico, del poseedor de riquezas, único capaz de entenderlo, único capaz de pagarlo, de comprarlo y provocar en la masa una actitud de admiración hacia lo que ella no puede alcanzar”.
Así, se tacha de inculto al indígena, al habitante del barrio, al joven al que la vida no dotó de capacidad de consumo suficiente para pagar espectáculos “de alto nivel” o acudir a una academia de arte, al tiempo que se ningunea o se degrada el arte popular, al que en el mejor de los casos se acepta como folclore, como una simpática manifestación del buen salvaje.
Centralización
Otra forma de elitismo muy arraigada en México es la centralización de la cultura. Como se mencionó anteriormente, hasta antes de promulgada la Ley General de Cultura y Derechos Culturales muchos estados de la República carecían de manera casi total de legislación en la materia. De los municipios mejor ni hablar: apenas un puñado de ellos poseía una política pública en materia cultural.
Algunos más estaban –están– empeñados de lleno en promover la “alta cultura” pese a tener mayoritariamente población indígena, a la cual ni siquiera mencionan como productores o consumidores de cultura, según el abogado especialista en materia cultural, Sergio Augusto Boeta, el mismo que denunció el ocultamiento por parte del gobierno de Vicente Fox de los dictámenes sobre los daños causados por la Cumbre Tajín al sitio arqueológico.
Además de promoverse la idea de que los únicos movimientos culturales importantes son los que suceden en la metrópoli, la centralización desdeña a artistas y espacios culturales del interior de la República que no acceden a los mismos apoyos económicos que sus pares en la Ciudad de México, por ejemplo.
Estigmatización
Más allá de estigmas como el estereotipo del poeta que muere de hambre o del músico que es un vago porque no trabaja, al arte que logra colocarse entre la gente pese a descalificaciones y ataques se le ve como un peligro y entonces se le acusa de subversivo, se le persigue o se le extermina.
Los ejemplos abundan: las piras de libros organizadas por Hitler, Franco, Pinochet; la excomunión hacia los productores y consumidores de Rock hecha por el Vaticano, la prohibición, persecución y asesinato de actores y cantantes en los regímenes dictatoriales sudamericanos –el Teatro El Galpón de Uruguay que acabó exiliado en México, el asesinato de Víctor Jara como antes pasó al dramaturgo García Lorca – más todos los que el lector recuerde y quiera agregar.
No es que el arte deba ser inmoral, ilícito o destruir la estabilidad social, pero tampoco tiene la obligación de ser cómodo, neutral o acrítico. El arte debe cuestionarse y cuestionarlo todo, para que prevalezca sólo lo incuestionable, ha de proponer alternativas y no inmovilismos.
Cuando el apoyo oficial condiciona al arte y al artista para mantenerse dentro de la línea oficial todo se prostituye: el Estado, el artista, la obra.
¿Dónde está la salida?
Pese a todo, podemos construir alternativas que permitan a cualquier ciudadano acceder al ejercicio de sus derechos culturales: la autoorganización del gremio para crear espacios de creación, exposición y venta de su producción directamente al público, la de la ciudadanía para exigir al Estado el cumplimiento de sus obligaciones en la materia, o para apoyar a los artistas locales; la evasión de los mecanismos de lucro como las grandes empresas –muchas veces extranjeras– que se quedan con el mayor porcentaje de la venta de obra, mediante la producción, difusión y venta independiente de su trabajo y hasta el uso de las redes sociales para denunciar aquellos casos en los que los poderes fácticos nos escamotean el acceso a la cultura en sus distintas vertientes: creación, promoción, consumo de arte.
Si la cultura es nuestro último bastión contra la barbarie, toca hacer lo que cada uno pueda desde su trinchera y sus posibilidades.